Sin salir de Verín, andando hacia la plaza había un fotógrafo que me hizo las fotos de Primera Comunión, dos años después de que hubiese pasado ya aquel Calvario. Tener que repetir parte de lo sufrido me hizo casi ateo. Casi, de momento. Fueron las fotos oficiales, con un traje prestado, el de mi hermano pequeño, que, de aquellas, ya era tan grande como yo, o sea poco grande. Primero posó él; después me tocó a mí. Me quedé en calzoncillos en el estudio fotográfico, que olía a pis de gato. Recuerdo que me miré las piernas a las que les sobraba calzoncillo. A mi madre no parecía preocuparle mi aspecto exterior. Tal vez estuviese pensando en otra cosa. Me peinó un poco, con la mano. El fotógrafo sacó un mugriento peine del bolsillo de la americana e hizo ademán de cederle aquel tesoro. No hace falta, así va bien, le dijo. No sabe cómo se lo agradecí . Nunca estuve de acuerdo con aquel cambalache. Porque yo había ido de almirante, como un Pita da Veiga portátil, con unos zapatos blancos de charol impolutos, que me mataron los pies en la iglesia, y de camino a casa ya fueron adquiriendo el tono más apropiado del ocre de la bosta de vaca. Y ahora me habían degradado a suboficial de algún ejército colonial de un país desconocido; un traje gris marengo sin charreteras ni símbolos de autoridad suficiente.
Pero lo mejor estaba por pasar. Cuando llegaron las fotos a casa, mi madre fue a buscar los dos pequeños marcos de plata, uno por hermano. Hay que recortarlas un poco, no caben bien. Aquel fotógrafo era un poeta. Los poetas no son hombres convencionales. Tienen un sexto o séptimo sentido, que atisba y husmea por detrás de las apariencias. Hay pocos fotógrafos que consigan eso, pero los hay, y me asombran y deleitan sus fotografías. Es un arte tan difícil… Aquél vate era uno de ellos. Cuando llegué de la escuela por la tarde me enseñaron el marco con figura. Un niño guapísimo fulguraba en una aureola semidivina muy apropiada para el acontecimiento que se quería conmemorar. Ese no soy yo. Cómo que no eres tú. No soy yo, ya le podéis devolver esa foto a quién sea, porque indudablemente ese de ahí no soy yo. Mi madre y mi padre parecían perplejos. No digas tonterías; este rapaz esta ido. Parecía inútil luchar, así que me dejé ir, arrastrado por una corriente de conformismo que ya era consustancial a mi ser y que no me ha abandonado nunca desde entonces. Si algo es irremediable, déjate llevar. Yo entiendo a mis padres. Una vez que el artista había puesto en práctica una obra de caridad tan plausible, no iban ellos a enmendarle la plana, así que aquella efigie querubínica pasó a formar parte de la galería de efigies dignas de la memoria familiar, al lado de los dioses manes, de los antepasados de la familia y de los contemporáneos, sobre el mármol de la cómoda.
Siempre he pensado en el susto que sufriría la madre que recibió mis verdaderas fotos; en qué lugar de qué casa desconocida dormirá mi alma inmortal; bajo qué montaña de sucios cachivaches habrá quedado enterrada; a qué etéreo y celestial espacio habrá ascendido, envuelta en humo, mística reminiscencia de una inocente niñez perdida.