
Solo se mueren los López, y los Fernández, y los Pérez. Comprobado, solo se mueren los infelices y anodinos hombres corrientes. Ya lo decía Álvaro de la Iglesia: solo se mueren los tontos. Los carteles luminosos de los tanatorios señalan las salas ocupadas por simples, ramplones y llanos apellidos. Y la gente, los deudos, que deambulan más o menos apesadumbrados entre el pasillo, el bar y la sala que les corresponde, son también gentes simples como sus nombres, por más que alguno se quiera llamar Jonathan, o Elisabeth Dorinda, o Roberto Dylan; de zapatos algo cuarteados por un largo caminar en busca de una vida medianamente digna; de miradas apagadas; de anoraks comprados en la feria del sábado. Llamarle deudos ya es bastante; y ellos, que quieren enfrentarse a la desdicha, en esos momentos se ven derrotados y débiles, como una cerilla frente al viento.
A veces, por aquello del pariente pobre, aparece por la entrada del aparcamiento un coche de gamuza azul, del que descienden rígidos maniquíes de alabastro que van a dar un pésame como quien pide mesa en el restaurante. Claro, me digo, es fácil, ellos no van a morirse nunca. Vaya ordinariez.
Y así, se va dejando atrás una pensión escasa, que no alcanza para aguinaldos; una pequeña huerta en el pueblo; o una residencia de ancianos que era más bien el moridero, la antesala del Nuevo Mundo, el embarcadero de Caronte. Dejando atrás una vida a la que dios solo echó un vistazo, como el maestro mira el ejercicio de un alumno torpe. Se van, y lo único que queda de ellos es una baja en la lista de la Seguridad Social.