He tenido que cambiar la nevera. No soy inmune a la publicidad, a la obsolescencia programada, ni a los llantos de mi esposa. -Pero, vamos a ver,¿ para qué hay que cambiar la nevera? – Porque hace escarcha-. Siempre había pensado que la finalidad del frigorífico era conservar los alimentos en frío, y qué mejor frío que el frío de la escarcha. En el Polo hay mucha escarcha, y las focas siempre están muy frescas, como del día; y los pingüinos, un poco atontados, pero frescos. Y todo está rodeado de escarcha, aunque la enorme nevera tenga la puerta abierta a todas horas, como la de las familias numerosas. Pero bueno, hay que claudicar en aras de la convivencia conyugal pacífica, porque, si no, alguien podría tener la tentación de asediarnos por hambre y caras largas. Sería un largo asedio, insoportable para la población civil, que soy yo.
Así que encargamos una hermosa nevera de dos puertas. El vendedor me dijo: ”Mañana a las cinco de la tarde en su casa, porque a esa hora pasará por allí nuestro repartidor”. “Solo una cosa le pido- me dice-, que sea usted puntual, porque tiene más encargos y no le gusta esperar”. -De acuerdo,- contesté. Pensé que a mí tampoco me gusta esperar; me pareció una postura muy sensata, una exigencia que, a pesar de sonar macarra, parecía justa.
Desde las cuatro y media yo ya estaba en casa. Tuve que pedir la tarde libre. A las siete y media sonó el interfono del portal. Era el frigorífico y su conductor. Un tipo rápido. Venía él solo y arrastraba una diminuta carretilla amarilla de dos ruedas sobre la que se había encaramado, nadie sabía cómo, una enorme caja de cartón, dentro de la que, supuse, estaría el frigo. El amarillo es un color que me trae mala suerte. Después de lograr pasar por la puerta, un gancho de la carretilla ralló el zócalo. Poca cosa, un poco de barniz para el sábado. Empezaba a sospechar que si conducía así una pequeña carretilla de dos ruedas qué estropicios no causaría con una furgoneta de cuatro. Me imaginé los zócalos de los coches aparcados en la calle y me subió la tensión arterial. -Parece más grande que en la tienda-, le dije a Cronos. -Vienen muy bien embaladas, para que no se estropeen-. Si estuviera tan embalada podría haber llegado antes, discurrí en mi interior silencioso y retraído.
Como yo, indolentemente apoyado en el marco de la puerta de la cocina, me quedaba esperando a que se acabase el proceso de instalación (siempre se aprende algo de los expertos) me miró un poco esquivo y me dijo que me fuese de mi casa, que a él le gustaba trabajar solo y sin mirones. Bajé a la calle. Volví a fumar después de trece meses. No tengo carácter. No sé cuanto tiempo pasó. Seis colillas, aproximadamente. Cuando apareció, arrastraba los cartones y plásticos del envoltorio. Quise ir a ver la obra de arte lo antes posible: en la portezuela del congelador una enorme abolladura reflejaba destellos cubistas-art decó. Aún logré contactar con él. No se había ido todavía. Hablaba por el teléfono móvil desde la cabina de la camioneta: mi caso le había hecho perder toda la tarde y ya no eran horas de continuar con el reparto. Volvería a la nave nodriza.- Oiga,- le dije-, la nevera esta abollada. -Usted vió perfectamente que cuando la instalé no tenía ningún desperfecto. Si tiene alguna queja hable con mi jefe-.
No supe qué decir. Supuse que el jefe sería su padre. Yo ya estaba condenado. Saqué el paquete de tabaco y, echando humo, empecé a pensar en cuantos días sería capaz de soportar el hambre, la sed, y el desdén. Mientras tanto, en la maniobra, al alejarse, la furgoneta rozó la puerta de mi coche. Casi nada. Un artista del grafitti, un ingeniero, un piloto de las galaxias, el pollo.