Desde el coriáceo y mullido asiento de atrás del coche oficial, a través de la tintada ventanilla, el diputado mira cansino la ancha llanura de la Limia, festoneada de chopos. Un tractor dando vueltas y revueltas levanta una densa nube de polvo, como un millón de ovejas. Tiene la mente en blanco. Una lasitud desfibrada le invade el corpachón y piensa que incluso podía echar un sueñecito. La vieja torre medieval en la loma, como un guardián decrépito, parece mantener una dignidad forzada y falsa. Un olor nauseabundo, a purín y a lodos descompuestos, se cuela por las rejillas del aire acondicionado. El coche avanza deprisa, demasiado deprisa quizá. El chofer atisba por momentos el cuentaquilómetros y el aparato inhibidor de radar. Hay que llegar a las doce del mediodía para la reunión con el comité comarcal del Partido y se hace un poco tarde. El diputado odia esas reuniones repletas de palurdos que no dejan de palmotearle la espalda y de salpicarle el rostro de burbujas de saliva. Una momentánea inquietud le sube por el esófago. Pero entonces piensa en las perdices escabechadas y el arroz con leche con los que siempre lo agasajan y un calorcillo de sosiego y placidez vuelve a apoderarse de su espíritu.