Antonio Fernández
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Gula

  • noviembre 8, 2017
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Desde el coriáceo y mullido  asiento de atrás del coche oficial, a través de la tintada ventanilla, el diputado mira cansino la ancha llanura de la Limia, festoneada de chopos. Un tractor dando  vueltas y revueltas levanta una densa nube de polvo, como un millón de ovejas. Tiene la mente en blanco. Una lasitud  desfibrada le invade el corpachón  y piensa que incluso podía echar un sueñecito. La  vieja torre medieval en la loma, como un guardián decrépito, parece mantener una dignidad forzada y falsa. Un olor nauseabundo, a purín y a lodos descompuestos, se cuela por las rejillas del aire acondicionado.  El coche avanza deprisa, demasiado deprisa quizá. El chofer atisba por momentos el cuentaquilómetros y el aparato inhibidor de radar. Hay que llegar a las doce del mediodía para la reunión con el comité comarcal del Partido y se hace un poco tarde. El diputado odia esas reuniones repletas de palurdos que no dejan de palmotearle la espalda y de salpicarle el rostro de burbujas de saliva. Una momentánea inquietud le sube por el esófago.  Pero entonces piensa en las perdices escabechadas y el arroz con leche  con los que siempre lo agasajan y un calorcillo de sosiego y placidez vuelve a apoderarse de su espíritu.

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© 2017 Antonio Fernández