En Verin había una tienda de corte y confección que tenía un loro verde en una percha. Allí lo vi yo cuando fui niño. Era un loro viejo con patas de gallo alrededor de los ojuelos. Las dos veces que estuve con él solo lo pude ver, no pude oírlo, no despegó el pico para decir ni una palabra, ni un taco, ni un piropo a las señoras que entraban a comprar. Tan solo pasearse y dar la vuelta. En el lugar de la tienda hoy hay un banco y ni rastro del loro verde. A lo mejor queda rastro de su fantasma, o algún plumón que flota ingrávido hasta la caja fuerte y que nadie sabe de dónde ha salido. Creo que los loros están tristes si no viven en Costa Rica. O en Cuba. Si yo viviese en Cuba estaría más alegre que aquí, aunque yo de alegre, poco. Mi abuelo se fue a Cuba como quien va de fin de semana a Oporto. Ir y volver. Después de un año ausente desembarcó en Lisboa. Allí se demoró otros tres meses. Mi bisabuelo mandó a dos hombres a buscarlo. Cuando llegó de vuelta traía solo tres cosas: Un sombrero jipijapa, un piano y un loro verde. El loro y el piano se quedaron a vivir en casa de mis dos tías abuelas, y fueron envejeciendo los cuatro. Lo que mejor envejeció fue el piano, que aun sigue allí con su sonrisa mellada en blanco y negro. Lo que peor el loro, que no se acostumbró a las heladas de las Frieiras y se murió de un resfriado. El animal fue el regalo de una novia que se echó en Lisboa. Según mi padre, sabía decir eu gosto do chocolate, pero no es seguro que no fuese una de sus fantasías, porque no hay testigos del milagro. Mis tías habían prometido regalárselo a un criado portugués que les subía el agua, porque a fin de cuentas no hablaba y ponía todo perdido, el loro. Y para qué iban a querer ellas un bicho que no servía para nada. No eran muy propensas a limpiar lo que otros ensuciaban. Preferían mirar por la ventana, con los pies metidos entre las faldas de la mesa camilla, sobre el brasero que les cambiaba todos los días el criado, hecho con brasas de la panadería. Pero el animal no pasó de aquel invierno. Ellas soportaron mejor los muchos inviernos que les quedaban. Se hicieron muy viejas, con muchas patas de gallo y otros adornos arrugados. El piano se fue convirtiendo en un anciano inválido que de vez en cuando emitía una nota quejumbrosa. Después había que levantarle la tecla que quedaba agarrotada en su boca abierta. No aprendieron música. Tampoco hablaban mucho, ni siquiera entre ellas. Al final ya no veían bien a través de la ventana de la galería donde quedó varado y silencioso el piano, resto del aquel largo naufragio trasatlántico. ¿Quién es ese que pasa? El que pasa es el Manuel, mujer, el que fue nuestro criado hasta que se casó con la puta aquella. Que viejo está. Parece un pájaro desplumado.